Siempre me han gustado las alturas. Desde bien pequeña, me encaramaba como una cabritilla a cualquier cosa que elevara mi vista y con la que pudiera disfrutar del viento en la cara. Supongo que la idea de subir a cimas me sugería superar retos, romper techos de cristal (aún sin saber todavía en qué consistirían esos techos) y no conformarme con la talla que me había tocado en suerte.
He crecido y me siguen encantando. De hecho, ahora más que nunca. Vivo en un séptimo piso desde el que no me canso de mirar al horizonte. Muchas veces lo hago pensando en mis problemas y descubriendo lo insignificantes que se ven desde arriba. Igual de insignificantes que cuando me imagino observando las montañas de Karakorum y a todas esas niñas que intentarán también trepar como cabritillas, pero sin el mismo éxito o como mínimo, sin las mismas facilidades que yo.
Y es que si lo piensas, la igualdad es un tema de altura. Escalar para ponerte al mismo nivel que el resto de personas que tienes a tu alrededor. Ni más arriba, ni más abajo. El nivel de la dignidad que te permite mirar por encima de muros, con el cielo despejado. En ocasiones, para superar esos muros necesitas la ayuda de un cajón, que dependiendo de tu altura y la base de la que partas, tendrá que ser más grande o más pequeño. Y el cajón que necesitan las niñas de Pakistán para elevar su vista, es muy grande. Estamos hablando de un país marcado por la herencia de un sistema de castas que aún persiste, aunque se esconda tras otros nombres. Una sociedad, por tanto, donde las marcas y etiquetas grupales son determinantes y se convierten en una jaula, muy pequeña y con apenas oxígeno si da la casualidad de que has nacido mujer. Las desventajas históricas y sociales que arrastran estas niñas, constriñen su mirada. Porque desde la política y la religión no tienen espacios para poder respirar, pero el elemento que más oxígeno les consume es la propia sociedad que las rodea y educa. Esa que dicta cómo tienen ser y desde dónde tienen que ser. Tanto es así, que su imaginación no es capaz de concebir otras realidades y llega un momento en el que ellas mismas ejercen de sus propias censoras.
Siguiendo con la conversación de alturas, me ha dado por recordar una historia que leí no hace mucho a la investigadora, experta en género, Dorothy Holland. Durante un proyecto que estaba llevando a cabo en Nepal, país no muy alejado de Pakistán, se encontraba en una zona rural haciendo entrevistas a personas de diferentes grupos sociales. En esa zona, las personas de castas bajas o fuera de casta no tenían permitido el acceso a las viviendas de las castas altas, ya que se consideraba que la comida podía ser contaminada con su solo contacto. Normalmente las cocinas se encontraban en el primer piso, así que el acceso al resto se hacía ya imposible. En una de las entrevistas, citaron a una mujer fuera de casta en el segundo piso de la casa en la que se encontraba Dorothy. Cuando bajó a saludar a la mujer, para acompañarla a cruzar la cocina, subir las escaleras y alcanzar ese segundo nivel, descubrió que no estaba. Gyanumaya (que así se llamaba nuestra protagonista) había tomado una ruta diferente: escalar por el exterior de la residencia y alcanzar así su meta. No se le había prohibido el acceso por el primero, pero aún así había buscado la manera de no cruzar la cocina. Es decir, ella misma se había impuesto la prohibición.
Lo que me lleva a reflexionar sobre dos conceptos que parecen iguales pero tienen un matiz importante: resignación versus aceptación. Cuando aceptamos una situación, asumimos la realidad que nos ha tocado en suerte, pero con la capacidad de tratar de hacer algo al respecto. La resignación, sin embargo, nos lleva a pensar que esa situación no se puede cambiar. Gyanumaya había aceptado su condición de doble discriminación: por ser fuera de casta y por ser mujer. Pero eso no le había mandado a su casa sin hacer la entrevista. No se resignó e ideó una manera creativa de llegar al segundo piso.
Por eso creo que la clave de transformar niñas resignadas en niñas que aceptan un futuro incierto pero modificable, es una única herramienta: la educación. Solo la educación les dará la capacidad de imaginar maneras creativas de escapar a su suerte. Solo la educación les permitirá pensar que otro mundo es posible. Solo la educación las hará poderosas. La educación es ese cajón que las eleva y les permite mirar por encima de los muros. Gracias a Baltistán Fundazioa por ayudar a tantas y tantas niñas a trepar hasta el segundo piso.
Este texto está dentro del periódico Karakorum que acompaña a la exposición de fotografías del artista Mikel Alonso. Un proyecto, o mejor dicho, un regalo, que nos propusieron a las Doce Miradas desde Baltistán Fundazioa. No dejes de pasarte por la exposición que estará en la Sala Rekalde (Alameda Rekalde 30, Bilbao) desde hoy, jueves 3 de diciembre, hasta el 10 de enero de 2016. Impresiona mucho (y te da un subidón de la pera) ver tu artículo en papel: