Hace un tiempo me topé con la siguiente frase en una pared: “La vida acorta la vista, pero alarga la mirada”. Y cuando me preguntan que por qué me hice voluntaria, me viene siempre a la mente. El voluntariado afina todos tus sentidos: empiezas por la vista, que crees que no te puede engañar, pero que poco a poco descubres que se queda corta (cuando no bizca). Entonces le agregas el oído, que se enriquece al escuchar y compartir historias vitales que resignifican tus valores. Luego llega el gusto, con el que saboreas otras realidades que hacen tambalear las certezas y el suelo firme sobre el que pisabas. El olfato tampoco puede faltar, como elemento que en muchas ocasiones te interpela por los buenos olores y por los que no lo son tanto. Y el tacto quizás es el más sensible, porque pone en contacto tus poros con los de otras personas, mezclando asperezas y callos con piel de melocotón.
Pero estos cinco sentidos no valen de nada si no se conectan directamente con el corazón y la mente, transformando vista en mirada. Poniéndote unas gafas que no tenías y que te hacen ver el mundo de otra manera.