Hoy arrancaremos este post con un ejercicio de imaginación. Cerrad vuestros ojos (aunque sea solo a medias, para poder continuar leyendo) y pensad que estáis en vuestra casa, durmiendo. De repente, escucháis un gran estruendo y muchos gritos. Tratáis de encender la luz, pero descubrís que no hay electricidad. Si sois afortunados, vuestro hogar quizás tenga dos plantas y sea lo suficientemente robusto como para no haber sido arrastrado aún por el agua. Al bajar al primer piso, os dais cuenta de que está totalmente inundado. No os queda otra escapatoria que volver a subir las escaleras y esperar en medio de esa oscuridad. Poco a poco, veis que el agua está llegando a la segunda planta, así que tratáis de mover una de las láminas del techo para encaramaros al tejado. Allí arriba veis la magnitud de la desgracia. Casas, vehículos, animales y personas pasan a vuestro lado, arrastradas por la fuerza del agua. En los tejados de hogares colindantes, veis la misma situación, con grupos de hasta 30 personas. Algunas familias gritan desesperadas porque alguno de sus miembros no aparece. Permanecéis ahí hasta las 6 de la mañana, momento en el que empieza a bajar el agua. ¿Qué sentís ahora mismo? Supongo que lo mismo que yo cuando empecé con las entrevistas a personas de Tambo, una zona con pocos recursos de la ciudad Cagayan de Oro (Mindanao).
El 16 de diciembre de 2011, en torno a las 7 de la tarde, empezó a llover con gran fuerza. Fue solo cuestión de horas que se inundara todo. De hecho, sobre las 11 de la noche la crecida del agua ya alcanzaba los 6 metros de altura, barriendo la mayoría de las viviendas de zonas como Tambo, Cala-cala o Tibasak, de una única planta y donde residían familias con pocos recursos. Cientos de personas perdieron su vida ese día. La casa de muchos supervivientes quedó destrozada. Los más “afortunados” mantuvieron su hogar, aunque muy dañado. Algunos se pudieron refugiar en los tejados de sus casas. Otros estuvieron flotando durante horas en la oscuridad de la noche, lidiando con el frío. Incluso una de las personas entrevistadas estuvo subida a un cocotero durante 9 largas horas. Cuando amaneció, la oscuridad dio paso a un día soleado. Pero ese sol solo mostraba lo dantesco de la escena: cuerpos que yacían (fallecieron en torno a 2.000 personas), casas arrastradas y movidas de sitio, animales muertos y gente buscando a sus familiares desaparecidos. Muchas personas y organizaciones se pusieron manos a la obra para ayudar a los supervivientes: darles alimento, llevarles ropa, asistencia psicológica… Estuvieron viviendo así durante seis meses, momento en el que fueron recolocados en diferentes zonas. Una de ellas, Indahag, una región en la montaña, a unos 7 Km. al sureste de Cagayan, con mayor altitud para tratar de evitar futuras inundaciones.
Había leído y escuchado mucho sobre el concepto de resiliencia, pero creo que hasta estos días, no lo había visto tan claro y ejemplificado como con las personas supervivientes del Sendong. Escuchando muchos de sus relatos, me venía a la cabeza esta frase del psiquiatra austriaco Viktor Frankl, tras sufrir en sus propias carnes el horror del holocausto nazi:
“Las circunstancias externas pueden despojarnos de todo, menos de una cosa: la libertad de elegir cómo responder a esas circunstancias.”
Os recomiendo su libro “El hombre en busca de sentido”.
La resiliencia es la capacidad para soportar y sobreponerse a situaciones adversas y extremas. Es clave para lidiar con los embates de la vida. Se articula en dos fases: primero, resistiendo durante la catástrofe y sacando a la luz aptitudes y actitudes desconocidas de nuestra propia persona. Después se manifiesta en la habilidad para recuperarnos tras sufrir el impacto, llegando incluso a fortalecernos. Y así he notado a la mayoría de supervivientes: fortalecidos y agradecidos por la nueva oportunidad que les ha brindado la vida. Está claro que es algo que les ha marcado para siempre. Por ejemplo, me contaban que en 2013, cuando veían en las noticias los efectos del tifón Yolanda, aún se estremecían y que muchos niños y niñas, al volver al colegio, cuando se ponía a llover, se echaban a llorar. Pero no dejan de ser un auténtico ejemplo de resiliencia y generosidad por parte de la comunidad. El apoyo que se brindaron y se brindan unos a otros es encomiable.
Aquí se acaba la segunda carta desde Filipinas. La meto en un botella y la lanzo al mar de Internet. Si la recibes, estaré encantada de leerte en los comentarios.
Oso polita! La actitud es fundamental. En estos tiempos que tanto se valora la competitividad y las competencias son imprescindibles resaltar experiencias de trabajo en común.
Como siempre Lorena, excelente gracias.
Salvando las distancias (en el piso entró como medio metro de agua, yo volví meses después a mi casa) y sin tener que cerrar los ojos, he recordado las inundaciones de 1983 en Bilbao que me pillaron solo en casa.
Un saludo desde el Botxo.