Artículo publicado en la Revista Deusto Nº 113 (invierno 2011)
A finales de los años 60 un hito cambió el devenir de nuestra historia tecnológica: cuatro ordenadores se pusieron en contacto a través de la primera red experimental denominada ARPANET. Mucho ha llovido desde entonces, y de esos cuatro ordenadores hemos pasado a millones, llegando incluso a que en 2008 ya hubiera más dispositivos conectados que personas en el planeta. Fijaos que en esta última frase he usado la palabra dispositivo en vez de ordenador, porque cada día es más frecuente que nos conectemos a Internet a través de otros medios como son los smartphones o las tabletas. Pero mucho ojo, porque el ecosistema de mecanismos con acceso a la Red cada vez es más amplio y con funciones de lo más variopintas, formando lo que se ha convenido en denominar el «Internet de las cosas» (Internet of Things, IoT): objetos cotidianos interconectados con una identidad digital propia.
Aunque pueda sonar en ocasiones a ciencia ficción o parezcan sacados de una película de Hollywood, tenemos ya entre nosotros proyectos que hacen que vivamos en ciudades “inteligentes” compuestas por edificios y elementos que se comunican con nosotros o entre ellos sin la intervención humana. Por ejemplo, la domótica ya lleva años evolucionando y nos ofrece electrodomésticos que somos capaces de controlar desde nuestros teléfonos móviles pudiendo, por ejemplo, activar nuestro horno con la receta preseleccionada o encender la luz de una habitación cuando aún estamos en el trabajo. También tenemos básculas que, cada vez que nos subimos, hacen un análisis corporal de nuestro peso o incluso nos permiten mandarlo a Twitter (aunque no todos querremos explotar esta última característica). Se habla de que en un futuro cercano, nuestros aparatos domésticos generarán más información y tráfico de red que sus propietarios de carne y hueso.
La ropa inteligente también se apropiará de nuestra vida, monitorizando, por ejemplo, nuestro corazón y mandando a Internet esos datos cuando la colguemos en su percha. La marca deportiva Nike ha lanzado recientemente unas zapatillas que hacen un seguimiento de los kilómetros recorridos con ellas, la velocidad alcanzada o las calorías quemadas. Tenemos también a nuestra disposición los relojes denominados smartwatch que se sincronizan con nuestros teléfonos móviles y con los que se pueden realizar y recibir llamadas gracias a su micrófono y altavoz integrado, o incluso actualizar nuestro estado en Facebook o Twitter.
La aplicación sanitaria del IoT es una de las que más está avanzando. Por ejemplo, en Estados Unidos, la empresa STAR Analytical Services está desarrollando un programa que analiza la tos de un paciente a través de su teléfono móvil y dándole un diagnóstico remoto tras cotejar su sonido con una base de datos de más de mil perfiles. Pero no queda ahí la cosa: tenemos cuellos de camisa que analizan químicamente el sudor, gafas que revisan nuestros ojos o peines que cuentan el número de cabellos para detectar precozmente la calvicie.
A pesar de que los mundos animal y vegetal pudieran parecer más alejados de la tecnología, nos encontramos con apuestas como la que hace la empresa holandesa Sparked, que diseña sensores aplicados a la ganadería. Estos dispositivos colocados en las orejas de las reses, leen sus constantes vitales y luego las remiten vía Wi-Fi a un ordenador, avisando al granjero cuando una vaca está enferma o embarazada. Pero si eso nos parece sorprendente, no podemos dejar de reseñar el kit que nos ofrece Botanicalls, una empresa norteamericana que se dedica a abrir cauces de comunicación entre plantas y humanos. Ese kit se compone de unos sensores que se implantan (y nunca mejor dicho) en la tierra y que lograrán que nuestras macetas nos pidan a gritos que las reguemos a través de Twitter.
Aunque muchos de los ejemplos que he puesto han sido desarrollados por firmas extranjeras, cerca también tenemos compañías pioneras en este ámbito. Es el caso de Symplio, una empresa de DeustoKabi que se dedica a diseñar productos y experiencias con el objetivo de fusionar el mundo físico e Internet.
Se estima que para 2020 habrá más de 50 billones de objetos conectados a Internet (un promedio de 6 dispositivos por cada habitante del planeta). Con sensores cada día más pequeños y versátiles, etiquetas de identificación por radiofrecuencia (RFID), códigos de respuesta rápida (QR) y elementos aún no inventados, haremos más inteligentes a nuestros objetos (de hecho, veremos el crecimiento progresivo de «cacharrería» a la que se le agregue la palabra smart delante de su nombre). Pero para que este sistema funcione, una cantidad ingente de información se volcará a la Red, con el consecuente riesgo de incurrir en un futuro distópico con controles Orwellianos. Y es que como dirá el dicho popular: «a más sensor, menor privacidad«. Además, si ahora nos encontramos inmersos en plena fase de infoxicación generada por nosotros mismos, cuando los objetos que nos rodean empiecen también a participar de la «fiesta del dato», ese torrente se convertirá en una inundación.
Con esa idea de futuro de un mundo digital y analógico convergentes, una realidad se hace ya patente y nos persigue: la hiperconectividad.
Imagen de clevercupcakes (CC by)
Bueno, ama decía que había que hablar a las plantas… antes de la existencia de twitter 😉
Excelente articulo que excelente recorrido haces respecto al tema, ha sido todo un gusto conocer tu blog.