Artículo publicado en la Revista Deusto Nº 119 (verano 2013).
Arranco este artículo con una cita del siempre acertado Zygmunt Bauman: «La construcción de identidad implica el triple desafío (y riesgo) de confiar en uno mismo, en otros y también en la sociedad». Con la irrupción del plano digital, la parte en la que confiamos en otros y en la sociedad adquiere mayor relevancia porque, si ya de por sí nos cuesta bastante controlar lo que nosotros mismos generamos en la red, lo que los demás crean sobre nuestra persona es otro reto. Por no hablar de que muchas plataformas en las que participamos se hacen dueñas y señoras de nuestra información tras firmar de manera inconsciente la letra pequeña al crear la cuenta.
En el plano analógico, cuando nos equivocamos, tenemos la posibilidad de enmienda y de dejar que el paso del tiempo y nuestra limitada memoria hagan borrón y cuenta nueva. Además, nuestro error suele tener un radio de acción limitado. Sin embargo, en esta época de extimidad, de plataformas online que se encargan de hacer que los datos persistan durante años, vuelen raudos y virales, y que además los encontremos con facilidad en el maremágnum, el derecho al olvido se presenta como un concepto clave para que dentro de unos años no seamos esclavos de curriculum vitae no deseados.
Este derecho recoge la posibilidad de que una persona pueda borrar, bloquear o suprimir información propia que se considera obsoleta por el transcurso del tiempo o que de alguna manera afecta el libre desarrollo de alguno de sus derechos fundamentales. Esto incluye una multa publicada en el BOE, una noticia en un periódico, una actualización en una red social… Pero si las dos características digitales que imposibilitan principalmente nuestro olvido son la persistencia de la información y la facilidad de encontrarla, tenemos el debate servido: ¿quién debe eliminar el dato: la plataforma que lo alberga o la que hace que lo encontremos? Ilustrado con un ejemplo, ¿debe un periódico borrar de su hemeroteca una noticia o deberá ser Google quien evite que lleguemos a esa hemeroteca? En España, la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) lo tiene claro y mantiene un largo contencioso desde hace tiempo con Google para que sea el buscador el que deje de dar acceso al contenido. Por supuesto, la empresa alega que ellos se limitan a rastrear la red, sin censuras, y que la responsabilidad recae sobre los administradores de la página web, dado que pueden usar herramientas como los ficheros robots.txt que indican a las arañitas del buscador que no rastreen determinados contenidos. También se escudan en que su sede está en California, lejos de la legislación comunitaria.
Y si entre la fuente del «problema» y el buscador no se ponen de acuerdo en quién debe actuar, ya no entramos a valorar la más que probable viralidad, que habrá hecho que esa información se replique por muchos otros espacios, redes sociales y demás conductores digitales. Asimismo, es probable que haya volado a servidores lejanos en la nube (y en la legislación).
De hecho, redes sociales como Facebook también se posicionan, como no podía ser de otra manera, en contra de los planes de la Unión Europea de regular de manera global el derecho al olvido. Mientras tanto, aparecen casos como el de la gimnasta Marta Bobo, a la que le sigue persiguiendo una noticia de 1984 sobre una presunta anorexia. Eso fue publicado cuando tenía 18 años. Ahora cuenta con 47 y alega que ni siquiera era cierta. Porque otra característica de internet es que, a determinados bulos, el paso del tiempo les confiere una certeza con la que no contaban cuando se generaron en medio del caos. Cuando el río suena, la mayoría nos quedamos con ese murmullo sin contrastar.
Aparecen además otros ingredientes en esta ensalada de datos como son la libertad de información y expresión, la finalidad cultural e histórica,… que hace que los límites del derecho al olvido se tengan que revisar caso por caso.
Una distopía recurrente en libros y películas de ciencia-ficción es la de discos duros de nuestras vidas a disposición de cualquiera. Muchas plataformas que hacen minería de datos y juntan en una única web información dispersa, nos avisan de que esa distopía está más cerca de lo que pensamos. Hasta el MIT habla ya del Temporary Social Media o publicaciones efímeras con fecha de caducidad, como nuestras conversaciones analógicas. Ese es el caso de aplicaciones como Snapchat, una app móvil que permite a los usuarios enviar imágenes, vídeos cortos o mensajes y hacerlos visibles durante un periodo corto de tiempo, momento en el que desaparecen. Incluso Facebook, animado por el éxito de Snapchat, sacó su propia versión, denominada Poke.
Si bien antes teníamos guardados a buen recaudo esos álbumes con fotos vergonzosas de la infancia que nuestros progenitores se encargaban de airear en el momento más inoportuno, ahora es como si en cada rincón digital hubiese un familiar deseoso de sacarlas a relucir. Internet, por ahora, no olvida. Aunque quizás, más que olvidar, debería dejar rectificar.
Imagen de Jorge Felipe Gonzalez (CC by-nc-sa).
Hola Lorena:
Desde mi humilde opinión, considero que al que habría que pedirle explicaciones es a la institución que cuelga tus contenidos. Google, para mí, es el mensajero.
No sé si es que mola más ir contra Google [que también hace cosas que dejan mucho que pensar] que contra una Diputación por ejemplo.
Debate complicado sin duda 🙂
Saludos,
Gorka