Artículo publicado en la Revista Deusto Nº 121 (invierno 2014). En esta ocasión, tengo la suerte de escribirlo a cuatro manos con Enrique Pallarés.
Hace unos años, casi todos recordábamos las fechas de los cumpleaños de nuestros allegados. Incluso sus números de teléfono. Si alguien, durante una conversación hablaba de un actor al que ponías cara pero no nombre, te pasabas el resto de la tarde dándole a la cabeza hasta que, en mitad de otra conversación, saltabas con la respuesta. Sin embargo, cuando ahora descubres que, para recabar de toda esa información, dependemos de nuestro smartphone o la red social de turno, intuimos que algo está haciendo la tecnología con nuestras memorias.
Algunos hablan del efecto Google. Según una investigación de la psicóloga norteamericana Betsy Sparrow publicada en la revista Science, cuando no sabemos las respuestas a determinadas preguntas, automáticamente pensamos en internet como el lugar para encontrarlas (algo así como nuestra memoria externa). De hecho, si detectamos que esa información la podemos encontrar fácilmente, no la almacenamos posteriormente en nuestra cabeza. Sin embargo, sí lo hacemos si creemos que luego será difícil acceder a ella a través de la tecnología. Incluso, en ocasiones, no recordamos las respuestas pero sí el sitio donde las habíamos localizado.
En el otro extremo nos encontramos con proyectos de lifelogging que buscan dejar un registro digital de todos nuestros recuerdos. Es el caso de MyLifeBits, desarrollado por el investigador de Microsoft, Gordon Bell. Provisto de una cámara en miniatura alrededor del cuello con GPS y una grabadora de audio en el codo, lleva años sacando fotografías cada 60 segundos, guardando todos los emails enviados y recibidos, las páginas web visitadas, llamadas telefónicas, incluso sus pulsaciones en el teclado… Es decir, su vida entera en un disco duro (cada mes genera un gigabyte de información). Además, es capaz de acceder de una manera sencilla a esa cantidad ingente de datos, logrando recuperar con facilidad con quién se cruzó por la calle el día anterior o la conversación que mantuvo hace 10 años.
Parece una locura, pero poco a poco, con el bajo coste del almacenamiento y nuestro uso de la tecnología, todos vamos creando ese lifelogging casi sin ser conscientes, dejando una constante baba de caracol en redes sociales, webs, blogs, … Lo que habrá que cuestionarse es quién tiene acceso a eso y de qué manera. De hecho, elementos tecnológicos que van apareciendo tienen tintes de ser nuestro Gran Hermano particular, como sucede con las Google Glasses que podrían grabarlo todo. Os recomendamos ver el capítulo de la serie distópica de televisión británica Black Mirror «Tu historia completa», que describe a una sociedad donde todos los ciudadanos tienen un chip implantado detrás de la oreja, que registra todo lo que hacen, ven o escuchan, permitiendo luego acceder a esos recuerdos. Inquietante… pero no por lo futurista sino más bien por lo factible y cercano que parece.
Internet pone en la punta de nuestros dedos un océano de datos. Pero, sin selección, tener acceso a toda la información es como no tener acceso a nada. La memoria de Funes el memorioso, en el relato de Borges, era inútil porque recordaba con la misma intensidad todo lo que había percibido: todas y cada una de las hojas que había visto caer, lo esencial lo mismo que lo trivial. No basta con echar la red de Google, sino hacerlo en el lugar adecuado, a la vez que uno se aplica a la imprescindible tarea de separar la lubina y la langosta, del zapato roto y del plástico inútil. Google no ofrece los resultados por orden de solidez científica ni siquiera con garantía de objetividad y verdad. Queda un amplio margen, pues, para la siempre necesaria selección crítica. Ante un documento «encontrado» en internet conviene plantearse preguntas como estas: ¿Quién es el autor de la información y cuál es su competencia o preparación sobre lo que escribe? ¿Qué tipo de documento es: artículo académico, artículo periodístico, post de un blog, etc.? ¿Es original o la información procede de otro documento? ¿Tiene el documento y el sitio donde está alojado el respaldo de alguna institución académica o científica de garantía? ¿En qué fecha se publicó? ¿Qué argumentos utiliza? ¿Puede estar ya obsoleta la información? Etc.
¿Hace internet y la tecnología que nuestra memoria se dedique a cosas realmente importantes, despejándola de datos superfluos, o por el contrario la vuelve más vaga? Quizás sin el ejercicio apropiado, se vaya degradando poco a poco hasta llegar a un punto de no regreso porque no nos acordemos de si eso era importante. Aunque esto mismo sostenía Sócrates en su día sobre la escritura a la que le otorgaba la propiedad de destrucción de la memoria y debilitamiento del pensamiento. En el Fedro de Platón, relata Sócrates la reprensión del rey Thamus a Teuth, cuando este último le presentó con orgullo su invento de la escritura: «Producirá en el alma de los que la aprendan el olvido por el descuido de la memoria, ya que, fiándose de la escritura, recordarán de un modo externo, valiéndose de caracteres ajenos; no desde su propio interior y de por sí». En 1477, no muchos años después de la invención de la imprenta, Hieronimo Squarciafico, humanista y conocido editor veneciano, expresó una preocupación semejante respecto a este nuevo invento: «La abundancia de libros hará a los hombres menos estudiosos». Hoy comprobamos que ni la escritura ni la imprenta han conseguido destruir la memoria. Por el contrario, con la escritura y los libros han aumentado las posibilidades –y la necesidad– de ejercitarla.
Por otro lado, también deberíamos valorar más nuestra capacidad de olvido, donde se fundamentan acciones como el perdón. Pero para que nadie se olvide de este artículo, por si acaso, lo dejaremos aquí por escrito.
Imagen de Nicholas «Lord Gordon» (CC by-nc-nd).