Imaginad que existiera un país con millones de habitantes, tantos que pudiera ser el segundo más poblado del mundo. Imaginad ahora que no conocierais ese país y que la única información que os llegara de él fuera a través de los medios de comunicación. Sigamos con el ejercicio de imaginación: pensad ahora que toda esa información se limitara a mostrar casos de insultos y amenazas vertidas entre sus ciudadanos o en su defecto, bromas de dudoso gusto. ¿Qué imagen tendríais de él? Dejemos de imaginar y pongámosle nombre: las redes sociales. Muchas personas que no “viven” allí o que transitan de vez en cuando, es la percepción que se/les han creado: un lugar poblado por las injurias, las calumnias, las amenazas y la frivolidad. Es decir, la excepción se muestra como la norma.
No sabemos si esta presión mediática o el miedo que genera lo desconocido (y que además no se puede controlar), empuja a los políticos a pensar en una regulación adicional en la red para perseguir conductas delictivas. Estas mismas conductas que se producen en bares, parques y calles y que no abren telediarios. Estas mismas conductas tipificadas ya como delito en el mundo analógico, en el que los límites de la libertad de expresión estén perfectamente trazados.
Sin embargo, las que se hacen en Twitter, Facebook y otros bares digitales, consumen últimamente muchos minutos y mucho papel de esos medios. Las declaraciones del Ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, sobre poner coto a la apología del delito en las redes sociales, no ayudan. Tampoco lo hace que la Fiscalía General del Estado anuncie mano dura contra cierto tipo de comentarios que susciten el odio en las redes. Porque este tipo de globos sonda genera temor entre los internautas a publicar su opinión libremente tras el bombardeo mediático que están recibiendo con noticias no muy precisas sobre detenciones, multas, … Y ahí está el problema: la inducción a la autocensura digital de personas y colectivos. Muchos movimientos sociales que tan bien han aprovechado las redes sociales, puede que ahora se amedrenten en estos espacios, al no quedar clara cuál es la línea que, traspasada, se convierte en delito. Porque se está jugando a enfangar el terreno de juego, cuando hasta ahora estaba muy claro, dado que hay una amplia jurisprudencia en el mundo analógico.
Tenemos también otro efecto colateral. Esta imagen que se genera desde los medios de comunicación puede provocar que la ciudadanía desconectada no quiera acercarse a las redes sociales, que tan ricas son en muchos otros aspectos. Esto podría acrecentar aún más la brecha digital, que desde hace unos años ya no es blanco o negro (estás conectado o no lo estás), sino que recoge más bien una escala de grises representada en las destrezas para una correcta ciudadanía digital.
Muchas personas nos preguntamos si este tipo de maniobras no responderán a una estrategia más amplia para desviar la atención de otras preguntas. O si al comprobar las posibilidades de organización que ofrecen estas redes sociales para provocar primaveras árabes, no estarán intentando desprestigiarlas con ese halo de frivolidad para que, precisamente, no las usemos en cosas importantes. Dudo que sepamos algún día si existe esa mano negra. Mientras tanto, debemos tomar conciencia como ciudadanos de que lo que sucede en internet tiene las mismas consecuencias que en el mundo analógico.
Imagen de Sami Ben Gharbia (CC by)