Artículo publicado en el nº 31 de la revista Trama y Texturas. Una revista que llevo años admirando y donde jamás imaginé que podría poner mi nombre en la portada.
Una vez me dijeron que no hay mejor manera de empezar un artículo que con una confesión. Pues bien, aquí va la mía: soy millennial. O eso me pareció entender al leer la enésima clasificación de generaciones en base a edad y filias tecnológicas. Pero no os voy a engañar: soy millennial por los pelos. Tan por los pelos que he tenido que buscar la palabra en Google para escribirla correctamente aquí y entender mejor su significado. Tan por los pelos que mi primer contacto con internet fue en la universidad mientras estudiaba ingeniería (aunque luego pisé el acelerador y desde ese momento creo que no he pasado más de una semana sin conectarme). Tan por los pelos que mi infancia no está retratada en ninguna red social. De hecho, no lo está siquiera en fotografías digitales. Solo un puñado de analógicas dan fe de esa etapa de mi vida. Pero curiosamente, aún conservo esas instantáneas y las suelo ojear con mayor frecuencia que los cientos que genero y guardo en mi ordenador día tras día.
Y es precisamente eso lo que me conduce a diferenciar entre el almacenamiento y el coleccionismo, entre lo que acumulamos en bits y bytes frente a lo que se puede palpar, y aún más importante, disfrutar sin que ningún hardware o software intervenga. Solo nuestros cinco sentidos. Y alguien dirá tras leer esto último: ¿acaso lo digital no se puede disfrutar? Y yo responderé, en este coloquio conmigo misma: por supuesto, pero ojo, que algunas alarmas se encienden mirando al horizonte. Y es que muchos gurús tecnológicos vaticinan que se aproxima una digital dark age (entre ellos Vint Cerf, considerado padre de internet), donde mucha de la información que hemos ido archivando en nuestros discos duros o la dichosa nube, se perderá porque tanto las aplicaciones como los dispositivos que usamos para manipularla quedarán obsoletos. Yo misma soy capaz de identificar elementos que han pasado a mejor vida por esta razón: un libro que escribí durante mi etapa del colegio, que está almacenado en un disquete de 5¼» y que probablemente nunca más pueda leer, o un corto que rodamos en el instituto y que reposa en un VHS que me acompañó en mis mudanzas (no así el reproductor para poder verlo en la actualidad). Y no solo yo, una simple humana, padece los efectos de esta etapa oscura. Hasta la mismísima NASA los ha sufrido en sus carnes: las cintas magnéticas del programa espacial Viking Mars landing (1976) estaban en un formato desconocido y todos los programadores originales habían ya fallecido o dejado la organización cuando una investigación reciente trató de recuperar esos datos.
Entonces, ¿es lo digital el averno? Para nada, o al menos, no para mí, porque ha sido el gran catalizador del almacenamiento. Del acumular sin ton ni son, o más bien por una razón: “el por si acaso”. Por si acaso, guardamos fotografías sacadas con todo tipo de artilugios que jamás volverán a ser vistas. Por si acaso, descargamos cientos de canciones a nuestros discos duros y accedemos a ese repositorio inmenso que se llama Spotify, para centrarnos luego en la escucha de tan solo unas pocas en nuestra burbuja cultural. Por si acaso, no paramos de archivar e-books, pues quizás algún feliz día tengamos incluso tiempo para leerlos. Lo mismo aplica con series, películas, videojuegos… Y ojo, que yo soy feliz con mi mundo digital que me permite perpetuar mi síndrome de diógenes y me ofrece muchas ventajas como no desperdiciar espacio físico en mi maleta durante las vacaciones o en mi estantería con lecturas que no he sido finalmente capaz de terminar.
Pero de manera paralela, con los años, además de a almacenar, también he aprendido a coleccionar. Bueno, realmente no he aprendido, porque echando la vista atrás, ya lo hacía de manera innata desde bien pequeña con cromos, sellos, monedas… Ahora replico esas costumbres con aquellos objetos que quiero que formen parte de mi identidad y que superan la prueba de las limpiezas periódicas de mi hogar. Son objetos que dan testimonio de mi vida, como aquellas fotografías de la infancia de las que os hablaba al inicio y que siguen protegidas por el forro de plástico del álbum que las resguarda. Esos libros que no me canso de leer una y otra vez, sobre todo los borratajos y anotaciones que he ido incorporando en los márgenes de sus hojas y que han ido evolucionando al igual que lo han hecho mis pensamientos. Esos discos que me gusta escuchar con una copa de vino y sin ningún otro estímulo o tarea en paralelo. Realmente, esos objetos generan para mí estados de ánimo y atmósferas. De hecho, ya no son meros objetos en serie. Me los he apropiado y ellos se han apropiado de un pedacito de mi memoria y de mis recuerdos. Tienen grabadas historias: cuando los compré, cuando los compartí con alguien, cuando un día especial estuvieron ahí y se significaron. Son mi magdalena de Proust.
Y eso me conduce a la siguiente reflexión: se habla de que la juventud actual no está interesada en los soportes físicos. Y en parte, puede que sea cierto, pero creo que esa afirmación se cumple porque lleva un adjetivo clave: “actual”. Esa juventud aún está trazando su identidad. Cuando vaya avanzando por su proyecto humano estoy casi convencida de que también “sufrirá” el gusanillo que te empuja a atesorar aquellas obras que, sin darte cuenta, forman parte de tu narración vital.
Quizás pueda ser tachada de fetichista. De hecho, leyendo el significado en la RAE, afirmo que lo soy: “admiración exagerada hacia una persona o cosa a la que se otorgan unas virtudes extraordinarias”. Y precisamente es eso lo que hago: otorgar virtudes extraordinarias a cosas. En este caso concreto, a soportes. Y el libro es uno de ellos. Porque lo huelo, porque lo toco, porque me susurra historias en la oreja, porque soy capaz de saborearlas y recrearlas en mi imaginación y porque me deja que lo lea y también que lo escriba, generando una obra nueva y única: mi obra, mi recuerdo, mi memoria. En definitiva, mi identidad. Eso en digital me puede llegar a pasar, pero siempre dependo de un mecanismo externo a mi cuerpo para que haga la traducción de unos y ceros. Y ese mecanismo hace las veces de inhibidor de valor sentimental, por no volver a hablar de la digital dark age de marras. De hecho, cuanto más trabajo conectada, más disfruto de lo que no requiere de batería. Pero reitero que no es una oda exclusiva al papel. No todos los libros generan eso en mí. Solo unos pocos privilegiados. Pero lo bueno del almacenamiento y el coleccionismo es que, al igual que pasa con lo digital y lo analógico, no se sustituyen, sino que se complementan. Yo, cada vez almaceno más en digital y, de forma paralela, reservo el exclusivo y limitado espacio analógico de mi hogar y de mis recuerdos a las obras que se lo han ganado. Por tanto, respondiendo a la pregunta que se plantea en el título de este artículo: almaceno y colecciono.
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